lunes, 9 de agosto de 2010

Mi historia

Después de hacer una extraña caminata dominical por las cuadras aledañas a mi casa, abordé el primer bus.  Llevaba una discusión mental sobre qué haría si ella no llegaba al lugar que habíamos "acordado".  Es que en realidad dijimos "si", pero con la probabilidad de que "no", porque faltaba una última confirmación (es una costumbre latinoamericana, siempre decimos "si", pero confirmamos después, seguro por nuestra falta de compromiso o miedo a fallar, quién sabe).  Así que después de razonar muchas opciones decidí que si ella no llegaba, le compraría un McMuffin y se lo llevaría igual. Personalmente no me gustan mucho las hamburguesas (menos las de McDonald's) pero sí me gustan los McMuffin; así que pensé que no es bueno negarle ese gusto a nadie.

Reconozco que iba descompuesto, no me sentía bien.  Iba sumido en pensamientos raros sobre cómo estrangularla (es broma) cuando de pronto subió una chica con una filipina de un color que francamente no sé cuál es, pero es de esos que usan en los hospitales o quienes aspiran a ser médicos o dentistas, por el estilo.  Llevaba ese uniforme.  Así que obvio pensé que era una observación del cielo, que me acallara mis pensamientos tontos.  Por si fuera poco, la chica se sentó a mi lado; unos minutos adelante ya iba dormida, por cierto.

Luego me dispuse a abordar el Transmetro; saqué mi tarjeta prepago, la pasé por el lector y abordé.  Decidí no ver el reloj ni tampoco sentarme.  Después de la llamada de atención que recibí traté de no pensar nada.  Al fin y al cabo, si ella no llegaba podría desayunar un McMuffin, lo cual de por sí es bueno.  No tanto como su compañía, obviamente, pero sí lo suficiente como para hacerme pasar un mal trago.  Aunque, como he dicho, en caso de no llegar, no sería su culpa ni la mía; simplemente una arbitrariedad del destino.  Dios me hizo recordar que no juega a los dados ni está cimentado en casualidades.

Mentalmente decidí que únicamente vería el reloj cuando el bus cerrara las puertas automáticas de la estación previa a la mía.  Y así fue.

Justo en ese entonces algo me dijo (o alguien) que volteara a ver a la carretera, que estuviera muy pendiente porque la podría ver llegar y que llegaría justo al mismo tiempo que yo.  Al principio pensé que eran ideas tontas mías.  Pero luego escuché por segunda vez esa vocecita.

La alarma de que las puertas automáticas se abrían sonó, bajé, acomodé mi chumpa (chaqueta, chamarra, según tu país) y, obediente a mi estilo, volteé a ver a la carretera muy creído de lo que había escuchado a penas hacía unos minutos.

Justo cuando empecé a bajar las gradas supe que era ella quien venía llegando también.  

Llegué a la puerta sin saber con precisión si era ella, pero con la certeza que sólo te da escuchar esa vocecita interna que aparece inexplicablemente en momentos como ése, que te dice "ahora es el momento" o "huye".  

Desde la posición en que estaba, en la puerta del restaurante de la "M" gigante la vi.  Esbozó algo que pareció ser una sonrisa y yo me quedé estupefacto.  No sólo de verla, sino también de la precisión y exactitud con que sucedieron las cosas.  A la fecha, sospecho que alguien estaba filmándonos, porque pareció peliculesco.

Pensé entonces que cada vez que acordábamos vernos, había una revolución angelical, en el cielo.  Porque siempre, pase lo que pase, de antemano, le agradezco a Dios, confiado que sea cual fuere la cosa que ha de suceder ese día, será bueno y me ayudará a bien.


Quise contar esa historia para divertirles un poco.  Les aprecio.



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