viernes, 25 de noviembre de 2011

Otro relato

La tenía frente a mí; de pies a cabeza completamente desnuda.  Ella estaba tímida por mostrarme su cuerpo, yo ansioso por conocerlo, cada centímetro.

Nos besamos impacientes, luego con sutileza, después otra vez con desgarbada pasión.  Nos veíamos los ojos, nos mordíamos los labios.  Era una mezcla entre lo romántico y lo animal, lo salvaje, lo puramente carnal.

El cuerpo de ella parecía prepararse para aquel momento en el que los dos se convierten en una misma cosa; el mío hacía bastantes minutos que estaba dispuesto, predispuesto.

Ella se sintió la más bella de todas las mujeres, la madre de todos en este planeta (me lo confesó después); yo sólo sentía que era mi mundo y que podía fundirme en ella con un abrazo que parecería eterno, donde la cabeza pierde control sobre la situación circundante.

Yo estaba sentado, ella frente a mí.  Por un momento paré las múltiples caricias y todo contacto físico.  Le pedí que me permitiera verla, admirar su cuerpo, sagrado para mí, templo exquisito.

Ella sonrió, no dijo gran cosa, sólo asintió con más pena que reacción coherente.

Pronto desplomó su cuerpo confiado sobre el mío.  Instantáneamente vino el punto culminante del placer; lo sentí, lo sintió.  Lejos de ser frustrante, fue sólo el preámbulo.

Continué, varios minutos después ella me abrazó fuerte, mordió sus labios y pellizcó levemente mi espalda (señal inequívoca de las contracciones uterinas que le acaecen).  Diez segundos después me pasó lo mismo.

Los dos sonreímos, nos abrazamos sudando, nos agradecimos, nos expresamos amor ahora con palabras orales.  Sonreímos de nuevo, dijimos un par de cosas graciosas.

Ella olía a mí, yo olía a ella.

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