jueves, 1 de octubre de 2009

Segunda parte

Días después, Stephanie volvió a encontrar a su amor platónico en una cafetería. Acordaron verse y ambos sabían lo que sucedería después, cuando ella lo invitase a pasar al apartamento donde vivía.

Entraron, él se quitó la chaqueta y la puso sobre el sofá corinto que estaba en la sala alfombrada, justo frente al cual había una chimenea. Hacía un poco de frío pues empezaba el invierno. Él se alegró como niño de ver la chimenea y tomó unos leños, para disponerse a hacerlos arder. Los envolvió en papel periódico – porque eso es lo que hacen todos – y poco a poco el fuego fue cobrando vida. Se escuchaba el tronido y se veía la danza flameante de las llamas. Ella fue a la cocina a traer algo, él contemplaba el fuego, acogido por el calor. Todo se veía a media luz. Ninguno de los dos habló mucho.

Stephanie regresó con una botella de vino y dos copas, le ofreció, él aceptó. Ambos se sentaron en la alfombra, frente a las llamas. Él decía cosas chistosas y ella se reía sin inhibiciones. Stephanie se sintió excitada nuevamente, pero de forma tranquila, de forma controlada. No era algo apasionado y arrebatador, sino más bien era el deleite de sentirse junto a una persona que para ella era especial. Una persona que aparecía en su mente desde muy temprano en la mañana y que se iba muy tarde en la noche; en más de una ocasión se masturbó pensando en él, cosa que al principio le provocaba mucha vergüenza pero que después, investigando un poco al asunto, se enteró que era algo muy normal, especialmente en personas como ella, un poco solitarias.

Hicieron el amor dos veces durante la noche. La primera vez fue intensa, un poco dolorosa para ella, pero placentera por el hecho de tener la conciencia de que se entregaba al hombre de sus sueños más íntimos. La segunda fue más relajada, viéndose a los ojos y besándose.

Al amanecer, él se fue y ella también. Nunca volvieron a verse porque se habían poseído y la idea de posesión acaba con la libertad del amor y la magia del deseo.

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