martes, 8 de marzo de 2011

Mi día

Amanecí con la garganta con sabor amargo, pensé que quizás la cosa se complicaría, pero no me dejaría vencer tan pronto.

Llegué a la universidad, escuché lo que la profesora tenía qué decir; me sentí cada vez más mal.  Así que decidí ir a comprar a la farmacia universitaria algo, compré unas pastillas que duermen la garganta, para no sentir el malestar.  Después, fui a comprar un derretido de queso y jamón (que me pareció caro, era un simple pan que bien pude haber hecho en casa y calentado en el horno microondas), no había desayunado y me sentía débil.  Tomé un café negro, amargo.

La hora se acercaba, me fui.  Llegué al lugar donde dizque me ejercito (no, en realidad sí me esfuerzo, jaja) y estaba cansado, veía el reloj de reojo.  La hora se acercaba.  No pensé mucho para evitar nervios y esas cosas.
Llegó la hora.  Me bañé.  Salí, vi el reloj, iba en buen tiempo.

Me senté en el lugar, la mesera se acercó, le expliqué que esperaba a alguien que estaba por llegar (cinco minutos tal como prometió, eso tardó la espera).  Recordé que llevaba el libro Once Minutos de Coelho, y busqué aquel fragmento que me gusta donde María, la protagonista, habla sobre que el remedio es peor que la propia enfermedad.  No enamorarse nunca soluciona las cosas.  Por cierto, llevaba el libro conmigo porque había hecho una exposición en la clase de inglés sobre el autor.

Envié un mensaje a la mujer que me tenía ahí, medio ansioso, medio nervioso, esperanzado.  Ella respondió "ok".  Presentí que quizás estaba nerviosa también, ideas mías.

Mi papá llamó, no contesté.  Todo parecía ir en cámara lenta para ese entonces.  Luego me volvió a llamar, le expliqué sobre unas llamadas a unas periodistas que debía hacer por un asunto de trabajo y a tiempo vi que apareció ella.

Un momento.  Apareció, seria.  Más seria de lo habitual.  Me levanté, le saludé de beso (eso de por sí era un reto, es que si no salía bien podría ser un momento chusco) y le puse la carta de forma que pudiera leerla.  Terminé la conversación diez segundos después y colgué.  Me dedicaría por completo a ella.

Me pareció más callada de lo normal inmediatamente.  Me vio a los ojos.

Y no me dejaba de ver.  Pronto acabé por concluir que era una excelente conversadora, le gusta ver los ojos de la persona con quien habla.  

He obviado un detalle.  El libro, lo abrí en la página treinta, le puse una cosita que explicaba qué significaba su nombre con un horror ortográfico.  Ella pareció feliz de ver aquello que para mí era parte de mi naturaleza.

Para entonces ya había notado que: me gustó el timbre de su voz, me fascinó cómo prestaba atención fijamente a cada cosa que decía (no lo digo por egocentrismo, sino que siempre es placentero encontrar una conversadora agradable y bonita a la vez) y disfruté su sonrisa, media tímida, media contagiosa.  Frabullosa.

Su look, también frabulloso, me pareció exquisito.

Pero todo el relato se centra en lo más importante que no es todo el montón de detalles que ya mencioné, sino en lo siguiente: ella tiene una cualidad que es fácilmente perceptible, es una cualidad principal.  Pero no la diré, no aún.

Al final me fui feliz, había calor, pero me fui sonriendo (la gente me miraba raro, como siempre).  Y sonreí porque tuve el lujo de conocer a un alma especial.  Alguien que justo cuando iba caminando de regreso, sentí, vi la imagen en mi mente de lo orgullosa que está su familia de ella, pero particularmente, la persona que le dio la vida.  La vi en largas tertulias con ella.

En fin.

Ella en cambio dice que soy un paquete "de monerías".

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